( Todos los fin de semana comparto algo relacionado al genero del terror )
Cuando desperté, la oscuridad eran tan profunda que ni siquiera una noche sin luna ni estrellas podía estar sumida en un abismo más insondable.
Lo que vino después de la oscuridad, fue la bofetada que me pegó el nauseabundo olor que impregnaba el lugar. Era intenso, asqueroso, el mismo olor que piensas encontrar en un montón de excremento, en la carne putrefacta de un perro muerto, con los huesos rotos y la sangre mojándole el pelaje infestado de pulgas. El asco fue tan agudo y penetrante como una cuchillada en el corazón, que sin darme cuenta, me encontré vomitando sobre un suelo desconocido.
En tercero, llegó el silencio. Ni un ruido había en aquél desconocido lugar, fuera del sonido de mi ruidosa y entrecortada respiración, los audibles latidos de mi corazón. El silencio era tan anormal, tan perfecto y frágil, que debía venir de otro mundo.
Finalmente, después de que los síntomas físicos tuvieran lugar, vino algo peor: el horror. Porque, cuando me pregunté dónde estaba, no obtuve respuesta. Me cuestioné, sintiendo mi corazón acelerarse, cómo había llegado aquí. Pero el verdadero clímax de mi terror, ocurrió cuando me pregunté quién era, y a pesar del esfuerzo, a mi mente no vino el recuerdo de un nombre, un rostro, una familia. No era nadie. Arrodillada, temblando, sudando; no fui capaz de nada más que permanecer petrificada.
Porque tenía esa sensación angustiosa de saber que, a pesar de la falta de ruido y vida, no estaba sola. Había algo en la habitación. Quise gritar, pero ni siquiera pude abrir mis labios. No sé dónde estoy, no sé quién soy. Algo tomó mi hombro. Me hizo estremecerme de pies a cabeza, erizándome los cabellos de la nuca. Como la garra de una de esas bestias con cuernos que los artistas pintan en sus lienzos, atravesando cuellos con sus uñas, bebiendo la sangre de las cabras y seduciendo a vírgenes doncellas. Y mi garganta se desgarró, venciendo a mi aterrorizada petrificación, en un agudo grito. Entonces, todo se vuelve aún más oscuro de lo que ya era.
Cuando desperté, el olor y el horror…seguían ahí. La única diferencia, era la luz. Escasa. La luz de tres velas era suficiente para mostrarme la habitación, a excepción de los rincones más alejados perdidos en las tinieblas, sumergidos en lo oscuro. La habitación estaba desnuda, totalmente vacía. El único adorno en sus paredes pelonas, era Él. Desde ahí arriba me está mirando: veo su rostro de engañoso beato empapado en lágrimas de sangre, sus ojos de fingido dolor y pureza, la carne de su cabeza desgarrada por la corona de espinas, sus manos y pies atravesados por clavos de hierro oxidado. Su piel derramando sangre, manchando la cruz de madera donde está clavado.
Ése es el hombre por el cual estoy aquí. No recuerdo ni nombre, no sé quién soy, pero como criatura recién nacida que se prende a los pechos de su madre, el instinto, salvaje e impulsivo, más fuerte que la razón; me hizo odiar a aquel hombre, y culparlo de todos mis males. Fue entonces, cuando el característico ruido de una forzada respiración me hizo volver a la realidad; y con la sangre congelada y el corazón detenido, me giré. Nunca he visto unos ojos tan azules.
La chica tenía el rostro hinchado, con un ojo de un preocupante y putrefacto color morado, un derrame sanguinolento en su ojo izquierdo. Sonreía con una incongruente y enfermiza alegría, dejándome ver sus encías negras y desprovistas de dientes. Abrí la boca para gritar, pero ella cubrió, con una agilidad inesperada, mis labios; provocando que mis gritos fueran solamente gemidos ahogados. Nos miramos a los ojos, entre las tinieblas, sin pronunciar palabra, una vez que mis gritos se hubieran apagado. Ella me penetro con esos tristes ojos azules y me acarició las mejillas.
-Se los llevaron a todos.- me susurró, aún sin quitarme las manos de encima, sus ojos desquiciados fijos en mí. – Menos a nosotras tres. – miró de reojo un bulto hecho un ovillo en un esquina, apenas visible. – Pero no tardarán en venir, no señor. Nos van a exterminar como ratas: nos aplastarán hasta desparramarnos los sesos, quebrarnos el cráneo, bañarnos en agua hirviendo para que se nos despelleje la piel…
-¿De…de qué hablas?- pregunté, con un hilo de voz. -¿En dónde has estado, chiquilla tonta? ¿Qué no los viste?
– No esperó a que yo respondiera, y continuó, con un tono más agudo.- Estábamos rodeadas de muertos. Algunos tan viejos que no eran más que un montón de huesos con piel podrida atravesada de gusanos. Otros tan recientes que todavía respiraban con suavidad, como un bebé, pero ya estaban muertos porque les habían sacado los ojos, cortado la lengua y los genitales, vaciado hasta la última gota de sangre…
– ¿Quienes…? ¿Quiénes les hicieron…eso?
– Ellos. – respondió simplemente, y de reojo miró al hombre de la cruz, que nos observaba con sus ojos adoloridos.- Esos malditos, los mismos que nos han estado matando desde el principio de los tiempos…no se rendirán hasta vernos a todos muertos.
Pero ellos ya están muertos. Todos lo estamos. Sus palabras me provocaron tal impacto, que no pude hacer nada. Ni asentir, ni musitar palabra alguna. Me abrazó, hablándome de Ellos con tal angustia y odio que termine aterrada, sin saber nada más que yo los odiaba. Me aseguró que no había manera de escapar, y no pude hacer otra cosa que creerle. Me convenció de esperar la Muerte pacientemente, pero yo no quería hacerlo. El suelo estaba cubierto de excremento, sangre seca, orines de rata, cucarachas y gusanos. Había tanta porquería que su olor provocaba nauseas. Me obligó a callar, de pronto, rogándome por silenciar mis sollozos con un débil siseo. Un ruido metálico me hizo sobresaltarme. Pero para la chica de ojos azules parecía significar algo. Se mantuvo quieta y atenta.
-Ya vienen por mí.- dijo solamente.
-¡No!- grite, aferrándome a ella con toda la fuerza de la que fui capaz, aterrorizada.- ¡No! Se puso de pie, solemne, dispuesta a enfrentar a la Muerte. Hubo otro ruido, seguido del sonido de unas brutales y risueñas voces ahogadas. Y entonces, la luz se volvió tan intensa que creí que me quedaría ciega. Me cubrí el rostro con las manos, con los ojos quemados por tanta intensidad luminosa. ¿Quiénes eran? Fantasmas, demonios, bestias… daba igual. Escuché sus fuertes pisadas, su extraño lenguaje incomprensible, los gritos agudos de la chica que me destrozaban los oídos, me hacían gritar con ella, pues su desgarrador dolor debía ser tan intenso que yo misma lo sentía.
Oí, con espanto, como aquellos seres misteriosos la golpeaban, haciendo del crujido de sus huesos, sus sollozos y sus gritos una melodía macabra. Abrí los ojos, y sólo vi sus sombras: dos seres enormes e imponente, llevándose a rastras a otra figura pequeña y delgada, que se aferraba al suelo con sus largas uñas, rompiéndoselas en el camino. Me abalancé, ciega hacia la luz…Quería salvarla. Hubo un ruido. Un dolor intenso en mi mano se llevó la luz también. Y con ella, a la chica de ojos azules y las misteriosas sombras que se la llevaron. Un líquido caliente comenzó a derramarse de mi mano, y supe que era sangre.
Me habían golpeado la mano, quizás con una pesada puerta. Me hice un ovillo en el suelo, apretándome la mano ensangrentada con la mano sana. No me di cuenta cuando me desmayé. Cuando desperté, sólo quedaban dos velas encendidas. El bulto inerte, se había convertido en una figura de larga melena pelirroja, que lloraba, abrazada a sí misma en un rincón. No quise acercarme a la luz para ver mi mano adolorida.
La criatura llorona estaba sumida en su angustioso llanto y sus incomprensibles gemidos. Me arrastré entre la porquería hasta ella, y estiré el brazo para tocarla, pero me alejó de un histérico manotazo.
-¡No grites o vendrán!- la advertí, recordando con un nudo de voz lo ensordecedores gritos de la chica de ojos azules.
-¡Qué vengan!- rugió ella.-¡Ya me lo han quitado todo!
Soltó las peores palabrotas que yo pudiera imaginar, y término cantando una melodía sin letra, pero que llegó a mi mente como el trauma de un niño. Cuando recordé que era una de esas canciones que las personas cantaban al hombre de la cruz, entendí quién era yo. Yo era judía. No tardaron mucho en llegar, seguro por la angustiosa voz de la chica cantando lo que para nosotros, incluyéndola a ella, eran mentiras. Y por esas mentiras, por esas creencias; estábamos aquí.
Lo recordé todo, y quise jamás haberlo hecho. Hubo un ruido metálico, seguido de la intensa luz. ¿Cuándo terminaría todo? Pero está vez, henchida del odio y el horror, no cerré los ojos, ni me cubrí el rostro. Miré a la luz hasta que me acostumbré a ella, y entonces los vi: eran horrendos. Peor que cualquier bestia, sus ojos estaban poblados de esa macabra locura insatisfecha, sus pieles estaban manchadas de sangre, y en sus manos había instrumentos de matanza terroríficos, que ni en mis peores pesadillas, podría imaginar. Y a pesar de la angustia de vivir en el encierro y la tortura, los excrementos y el dolor; el miedo a morir fue mayor. Sentí un líquido caliente entre mis piernas, seguido del intenso olor de la orina.
Uno de ellos se acercó a la pelirroja, y de un golpe la hizo desmayarse. Yo temblaba tanto como jamás en mi vida. Se la llevaron en silencio, porque ni ella ni yo éramos capaces de gritar. Cuando la luz se apagó, pude moverme. Me paré, y con mi mano herida y mi ropa manchada de sangre, sudor, orina y lágrimas, me abalancé sobre el hombre de la cruz. Lo tomé entre mi mano sana, y lo lancé con todas mis fuerzas hacia algún rincón de la habitación, apagando de paso otra vela. Cuando desperté, supe que iba a morir. Estaba acostada en el suelo, tranquila, empapada de algún líquido que creí que era mi orina. No tardé mucho en descubrir que estaba acostada sobre un charco de sangre. Y fue entonces, cuando grité, llena de angustia.
La angustia me estaba reventando el pecho. No podía más. Hubo un ruido, luego otro, después un grito aterrador. ¿Terminaría todo, finalmente? Esperaba que sí, cuando la puerta se abrió. Vinieron hacia mí, cada uno con su sonrisa de loco, y la esvástica nazi orgullosa en el pecho. No puse resistencia cuando me agarraron salvajemente del cabello, y me arrastraron por el suelo, cual perro muerto y sarnoso. Ojalá no hubiera nacido: así no tendría que ver la masacre de mi gente. Sus cuerpos quemados, algunos vivos todavía. Otros sin piel, sus rojos músculos y sus venas destacaban sobre las pálidas mesas de trabajo. A otros les estaban sacando los ojos, incrustándoles agujas y cuchillos en las todas las partes del cuerpo, desde las más recónditas hasta las más visibles. Había algunos que estaban tan golpeados que sólo parecían una masa de piel, huesos y sangre.
A la pelirroja le abrieron el cráneo, le sacaron los ojos y le arrancaron los sesos con brutalidad. El piso estaba inundado de sangre. Un hombre en bata blanca se encargaba de despellejar a una hermosa mujer. Los órganos extraídos de los cuerpos eran utilizados para experimentar en otros, cosiendo un corazón en una boca judía, o un hígado en la cuenca vacía de un ojo. Había niños cosidos por hilo, que lloraban implorando por sus madres, las cuales estaban siendo estiradas de las extremidades hasta reventarlas, cuando sus órganos saltaban por toda la habitación. Me amarraron a una cama con correas de cuero, afilando sus instrumentos malditos. No me resistí.
Me habían quitado todo. La angustia era tan grande que terminaría matándome de todas maneras. La angustia a saber que el horror más grande, el mayor peligro de los hombres, eran los mismos hombres. Cerré los ojos: el filo de un cuchillo destelló con un macabro brillo plateado.
La vela se había apagado.
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