( todos los fin de semana comparto algo relacionado al genero del terror )
Lo que estoy por contar es la historia de un chico y su «golpe de suerte», que pronto se convirtió en una experiencia aterradora que marcaría su vida profundamente, o al menos eso es lo que creo… Ya nadie prestaba atención a lo que decía el profesor, el calor iba en aumento al igual que el sinfín de palabras anotadas en el pizarrón. Mi aburrimiento era extremo y el ambiente del salón no me ayudaba en nada.
Mientras paseaba la mirada por el salón, noté que dos compañeros hablaban en voz muy baja; sin embargo, no fui el único que se dio cuenta de esto. El profesor también los había visto y comenzó a regañarlos, enojado porque no prestaban atención a su muy importante lección, sentimiento reforzado notablemente por el horrible calor del día. Después del regaño, el profesor decidió que como castigo contaran a todos los del salón qué era lo que estaban platicando. Al principio ninguno habló, pero después de que fueron amenazados con la calificación del examen próximo, contaron la historia.
Al parecer uno de ellos, Santiago, le contaba a su amigo, Javier, una serie de eventos extraños y escalofriantes, eventos que estaban destruyendo su vida y desmoronando a su familia. Al principio, pocos eran los que le prestaban atención; el clima era insoportable y la idea de escuchar a alguien narrando sus problemas familiares era algo que no queríamos hacer. Pero una vez comenzado su relato, su expresión se volvió sombría, sus ojos se perdieron en el vacío y cuando hablaba parecía hacerlo de manera automática, por mera inercia…
En un día normal, Santiago se dirigía a su casa después de haber concluido las clases. Se encontraba tonteando por las calles cuando, según él, un fuerte sentimiento lo hizo ir a un parque que se encontraba cerca de donde estaba. Al llegar, simplemente no supo qué hacer, así que comenzó a caminar por la pista que normalmente utilizan los ciclistas.
Después de caminar un rato, se dio cuenta de que, aunque las clases habían terminado hacía un rato, no había ningún adulto o niño en el parque. Mientras sus pensamientos se alborotaban debido a tan extraña soledad, se dio cuenta de que, un poco más delante de donde estaba parado, había algo similar a una carriola.
Tardó unos momentos en decidir, pero al final se acercó. Era una carriola de color negro, y conforme se iba acercando comenzó a escuchar lo que parecían ser unos balbuceos de bebé. Al encontrarse a tan sólo unos pasos, se detuvo en seco: ¿por qué se encontraba un bebé solo en medio del parque?, pensó, ¿que acaso no tenían miedo de que se lo llevaran? Mientras estas preguntas invadían su mente, una pequeña mano se asomó por la carriola, impulsándolo a asomarse dentro de ésta. Lo que vio fue un pequeño niño, balbuceando, pataleando, nada extraño en sí.
El niño parecía estar jugando con algo, un pequeño objeto redondo y de color plateado; estaba tan absorto en su juego que no se había percatado de que Santiago estaba ahí. —No tengo idea de si fueron minutos u horas los que estuve viendo al bebé jugar, por un momento mi mente incluso quedó en blanco —comentó Santiago—. Cuando por fin me di cuenta, el bebé había dejado de hacer ruidos y me miraba fijamente. Los ojos del infante se apartaban de Santiago, su mirada era inquisitiva, curiosa, como si estuviera viendo a un extraño bicho o animalito.
Finalmente, en un movimiento muy rápido (tal vez demasiado rápido para un bebé), el niño le extendió la mano en la que tenía aquel objeto plateado, que resultó ser una tapa de refresco; pero al parecer tenía algo escrito en ella.
Después de dudarlo, Santiago la tomó, y al hacerlo el bebé nuevamente perdió interés en él y retomó su juego. Santiago leyó la inscripción de la tapa y su asombro no encontró cabida a lo que estaba viendo, la tapa tenía la leyenda ganadora de un concurso de la refresquera, cuyo premio —que Santiago había visto en algún momento en un comercial de televisión— era una camioneta totalmente nueva.
Mi compañero no podía creer su suerte, ¡un bebé le acababa de regalar una camioneta nueva! Observó de nuevo a su alrededor en busca de otra persona, pero no vio a nadie. Comenzó a alejarse de la carriola, primero caminando y luego casi corriendo, pero un momento después se detuvo en seco: ¡no podía dejar al bebé solo a medio parque! Cuando se dio la vuelta, vio cómo una mujer se inclinaba sobre la carriola y levantaba al bebé, mientras que el pequeño reía y sonreía al ver a la mujer que sacaba un biberón para luego dárselo. —Parecía ser su madre o niñera, así que pensé que estaría bien —dijo Santiago.
Ya a esta altura, muchos nos habíamos olvidado de la clase por completo; incluso el profesor parecía muy intrigado por el resto de la historia. Así pues, Santiago continuó—. En ese instante la señora levantó la mirada y me vio; al notar que yo también la veía, me sonrió y saludó con la mano, y después tomó la carriola y se fue. Al parecer no notó que le faltaba aquel pequeño objeto plateado con el que jugaba el pequeño. Santiago se encontró perdido por un segundo, no sabía qué hacer. Finalmente, comenzó a caminar muy aprisa hacia su casa, sin volver a mirar atrás. Al llegar a su casa botó la mochila al piso y buscó a sus padres, su mamá se encontraba lavando los platos, mientras que su papá intentaba arreglar una pata suelta del sillón de la sala. En este punto muchos de mis compañeros y yo pensamos que oír el resto de la historia sería inapropiado, pero, de nuevo, nadie detuvo a Santiago.
El joven les dijo a sus padres acerca de la tapa, pero omitió todo lo relacionado con la extraña señora y el bebé; hasta la fecha no sabe por qué. Su padre no tardó mucho en sugerir que reclamaran el premio, pero su mamá se sintió un tanto insegura con todo el asunto. El padre de Santiago tardó tres días para poder convencer a su esposa y que así pudieran reclamar el premio. Juntos, Santiago y su papá llamaron a la refresquera y, después de solicitar algunos datos inscritos en la tapa de refresco, corroboraron que en efecto era una de las tapas premiadas. Pasaron otros dos días hasta que la camioneta por fin llegó a su casa; era enorme y de color azul marino, un vehículo impactante a la vista. Todo fue euforia al principio, el ganar un premio de tal magnitud era sin duda algo para celebrar; su padre estaba increíblemente feliz e incluso su madre se alegró una vez recibida la camioneta. Pero como ustedes se imaginarán, pequeños eventos comenzaron a suceder. Al principio no eran más que ruidos lejanos (como si alguien arrastrara alguna silla), así como esa sensación de que alguien te observa, eventos que uno va pasando por alto por considerarlos comunes.
Sin embargo, todo fue empeorando poco a poco, y ya no sólo eran ruidos a lo lejos, sino que había cosas que cambiaban de lugar, platos que caían de sus estantes sin que al parecer nadie los tocara. A aquella sensación de ser observado se le sumaron pequeños susurros que no venían de ninguna parte. —En una ocasión, estaba en el baño cepillando mis dientes para poder ir a la escuela, y cuando me estaba enjuagando la pasta dental, escuché un susurro que dijo, «¿Ya te vas?». Me asomé al pasillo pero no había nadie, y mis padres estaban en el piso de abajo, por lo que no pudieron ser ellos. Después de eso salí de la casa, no tenía ganas de hablar con nadie, así que no le dije nada a mis papás. En ese momento del relato, volteé a ver al resto del salón y me encontré con otros compañeros que hacían lo mismo, volteaban a su alrededor desorientados, como si acabaran de despertar repentinamente de un sueño o un aletargamiento.
Todo fue extraño por un instante, sólo Santiago se encontraba de pie junto a su butaca, en tanto que todos los demás (incluido el profesor) nos encontrábamos sentados, con la expresión tensa, rígida, parecía que estábamos en algún tipo de trance. —El clima que se percibía en mi casa comenzó a tornarse pesado, tétrico… en pocas palabras, tenebroso… —continuó Santiago. Sus padres parecían estar de mal humor con más frecuencia, toda pequeña discusión se convertía con alarmante facilidad en una pelea verbal muy agresiva. En una ocasión su padre estuvo a punto de golpear a su madre, pero se logró controlar de último momento.
Otro día, su madre se enojó tanto con Santiago que, después de gritarle, arrojó un vaso que por poco golpea al chico en la cabeza. Los pleitos familiares estaban subiendo de tono con cada día que pasaba, y en algún momento la palabra «divorcio» salió en un grito histérico de la boca de la madre de Santiago. »Y después… todo simplemente se fue al caño cuando recibimos aquella llamada —dijo mientras un escalofrío que lo hizo temblar recorría su cuerpo. Nos contó que, una mañana, el teléfono comenzó a sonar, y cuando él contestó una voz extraña le dijo, «¿Qué te pareció mi regalo? ¿Lo estás disfrutando?». Cuando le hizo estas preguntas soltó una carcajada que lo aterrorizó. Santiago colgó el teléfono sin decir nada, sentía cómo se le helaba la sangre; al ver su rostro su madre le preguntó quién había llamado, Santiago le respondió que se habían equivocado de número, pues sintió que no debía contarles acerca del bebé o de la tapa de refresco, acerca de nada.
La llamada dejó en Santiago un sentimiento de inseguridad y preocupación, ¿había sido un error terrible el haber tomado la tapa aquel día?, ¿o simplemente era una broma enfermiza de algún desquiciado anónimo? Él no quería aceptar la idea de que aquel maravilloso premio era en realidad un artefacto que estaba trayendo desgracias e infortunios a su familia. Debía de ser un error, un simple y común error, pero ¿cómo estar seguro? Debía verificar la camioneta, comprobar que no había nada de malo en ella, pero debía hacerlo cuando sus padres no lo vieran, o de otra forma sospecharían que algo sucedía y no dejarían de bombardearlo con preguntas tontas y sin sentido.
Así pues, esperó hasta una tarde en la que sus padres salieron a hacer algunos mandados para acercarse a la camioneta. El vehículo estaba estacionado en una pequeña cochera improvisada que la familia anteriormente utilizaba como bodega, tenía una cortina de aluminio que daba hacia el exterior y su padre había colocado dos bloques cortados en forma de triángulo al final de la banqueta para que sirvieran de rampa al automóvil a la hora de sacarlo a la calle. Santiago se acercó con cautela a la camioneta, era imponente, pero no vio nada extraño en ella, solamente un vehículo como todos aquellos que circulaban en la calle en ese instante. No había forma de que estuviera embrujada o maldita o algo, ¿o sí? Santiago abrió la puerta del conductor y se sentó frente al volante; al instante se sintió diferente, más grande y… ¿sería eso? Sí, lo era: con algo de poder. Estaba centrado en sus pensamientos cuando, de repente, la puerta se cerró de golpe. Santiago intentó abrirla, pero aunque no tenía el seguro puesto, la puerta no se abría.
Después escuchó una risa y dejó de empujar la puerta; había vuelto a escucharla, pero ¿de dónde provenía? La risa se escuchó una vez más, sólo que esta vez la acompañó un estruendoso golpe a la puerta del conductor, sobresaltando a Santiago, quien intentó abrir de nuevo la puerta sin éxito alguno. Se dirigió hacia la puerta del copiloto y ésta sí se abrió, pero en el instante que comenzó a bajar del automóvil algo le arañó la pierna derecha con suficiente fuerza como para romper sus pantalones y dejar una herida muy profunda. Santiago cerró de nuevo la puerta y quedó encerrado en la camioneta una vez más.
Se volvió a escuchar la risa, seguida de unos pasos que al parecer estaban rodeando la camioneta; esa cosa estaba buscando la manera de entrar a la camioneta, de hacerle daño, de atraparlo. Tenía que salir de ahí, debía alejarse lo más que pudiera de la camioneta y decirles a sus padres que debían deshacerse de ella. Pero antes de que siquiera pudiera pensar en un plan, escuchó una voz que provenía de la parte trasera de la camioneta. «¿Estás disfrutando de mi regalo?», dijo la voz. —Estoy seguro de que era la misma persona que había hablado por teléfono —comentó Santiago. Pero al intentar voltear para ver a aquella persona, sintió como si alguien lo golpeara con una fuerza tremenda, y de pronto todo se volvió negro. Al parecer quedó noqueado por bastante tiempo, ya que fueron sus padres quienes lo despertaron. Su padre lo había encontrado desmayado en la camioneta, y lo llevó dentro de la casa para acostarlo en el sillón de la sala. Santiago se sentía débil, todo su cuerpo estaba adolorido y su cabeza parecía que estaba a punto de explotar.
Su madre entró a la sala con una taza de té y se sentó junto a su hijo. Ambos le preguntaron al chico qué había sucedido en la cochera, y éste se limitó a ver sus piernas con el pantalón intacto, como si nunca hubiera sucedido aquel evento; pero al levantarlo, ahí estaban. Justo donde sintió el arañazo en aquel momento, tres marcas largas y profundas recorrían su pierna como un recordatorio imborrable de aquella terrible pesadilla. Al ver las marcas su madre ahogó un grito y su padre le preguntó de nuevo qué había sucedido (al parecer no había encontrado nada en la camioneta, ni sangre o abolladuras).
Santiago comenzó a contarles la historia de cómo había obtenido aquella tapa premiada… …Pero antes de que pudiera continuar con su historia, el timbre de salida sonó estrepitosamente, lo que sobresaltó a casi todos en el salón de clases. Por un momento olvidé por completo que nos encontrábamos en la escuela, y creo que le sucedió a varios de mis compañeros, hasta el profesor quedó totalmente inmerso en la historia, sin interrumpirla e incluso estaba sentado detrás de su escritorio.
Salimos del salón sin hacer ruido alguno, parecía que habíamos salido de un trance. Nadie pronunció palabra alguna acerca de la historia, y al final, cada individuo se dirigió a su hogar por separado. En los días siguientes nadie volvió a mencionar aquella historia, nadie se atrevió a preguntarle a Santiago qué había sucedido luego de mostrar aquellas terribles heridas, hasta que un día, él dejó de asistir a la escuela.
Según me enteré días después, se había mudado con sus padres y habían abandonado su casa junto a varias de sus pertenencias, y entre ellas, se rumorea, estaba la camioneta. Un día llegué a mi casa, y al entrar a la sala, me encontré a mi abuelo leyendo un viejo libro en el sillón y me senté junto a él. Mi abuelo siempre me ha contado anécdotas extrañas y un tanto tenebrosas de eventos que le han ocurrido a lo largo de los años, así que empecé a contarle aquella historia, aquel «golpe de suerte maligno».
Mi abuelo escuchó atentamente toda la historia, y una vez terminada, me contó otra historia, un evento que no le sucedió a él, sino a su amigo más cercano… Pero creo que esa historia la contaré otro día.
De momento estoy cansado, rendido… y tengo la sensación de que, estando frente al monitor escribiendo esto, alguien me está observando…
Fuente y credito a creepypastas.com
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